Maestros que enseñan, maestros que aprenden
En el mes de los maestros y de los profesores, una novela que nos propone pensar la docencia. Porque la docencia puede –y debe- pensarse y repensarse tantas veces como tengamos un alumno enfrente. Y porque los docentes tenemos –y debemos- seguir aprendiendo, siempre.
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Stoner (1965) de John Williams
304 páginas – Editorial Fiordo
William Stoner no nació profesor. De hecho, no pensó en ser profesor mientras trabajaba en la granja de sus padres, en algún pueblito perdido del sur de Estados Unidos. Tampoco realmente surgió de él ir a la Universidad. Fue su padre quien, por algún impulso misterioso, decidió enviar a su único hijo para que aprendiera más sobre cómo trabajar la tierra. La idea era que William trajera todos esos conocimientos sobre el mundo de la ciencia, para luego volver a casa y ocuparse de lo que se esperaba de él. Pero se encontró –como muchos de nosotros cuando vamos a la universidad- con una parte de él mismo que desconocía. Cuando cursó Literatura y no entendió sobre lo que los profesores hablaban, cuando desaprobó, cuando sintió el secreto de las palabras, algo en él despertó. Quería saber ese secreto, entonces insistió, estudió, luego cambió Agronomía por Literatura Inglesa. Y su vida de la granja quedó atrás en ese salto.
Luego uno de sus profesores le sugirió –a él no se le había ocurrido ni por un segundo, como la mayoría de las cosas que le sucedieron al principio- que él mismo sería un profesor. En ese momento, “William Stoner” se convirtió en William Stoner. Y enseñar fue su vida, de ahí en más.
Stoner no es una apología a la docencia. De hecho, es una aguda crítica al sistema académico, a la evidente desigualdad de oportunidades entre el mundo rural y el universitario en Estados Unidos (y en todas partes, en realidad), al “amiguismo” y al “acomodo” y demás cuestiones que los que estamos en el rubro conocemos bien. Además, es un pantallazo cruel sobre la educación rígida, la doble moral y la falsa idea de felicidad. La novela no vende la imagen del maestro amado ni hace alarde de las virtudes pedagógicas ni académicas del profesor Stoner. Queda claro que, en su recorrido como docente, tuvo momentos “básicos” y otros en los que logró lucirse. Pero no podría decirse que Stoner tenía ese toque mágico, ese carisma que nos hace recordar a algunos de nuestros profesores con amor, incluso después de años. William Stoner tenía, sin embargo, principios sólidos y un sentido de responsabilidad inquebrantable, jamás se ausentaba a clase y corregía cada trabajo de sus alumnos con empeño y dedicación. En ese sentido, se destacaba.
Y hay más que su vida docente en la novela. Stoner es la historia de un hombre, también. Porque los y las docentes somos, ante todo, personas. Y lo que somos es tal vez más importante que lo que sabemos sobre nuestra disciplina en particular. La humanidad en nosotros. Lo que trasmitimos a nuestros alumnos. Lo que aportamos a sus vidas y lo que esperamos que vean cuando nos ven. Los docentes somos personas que debemos seguir aprendiendo. De todo. De los chicos, de los adultos, de las experiencias y de los libros. Los docentes debemos leer. Debemos pensar y trasmitir esa actitud activa frente al mundo, esa curiosidad, a nuestros alumnos. Como William Stoner, que nunca dejó de aprender de los libros y de la vida. Hasta el final. A su manera.
Stoner no es una apología a la docencia. Es una invitación a nunca dejar de aprender. Me quedo con la frase que más me marcó –no quiero contar qué estaba haciendo el personaje, ni quién se la dice a él, porque sería adelantarles demasiado sobre este libro que es una belleza, lo leí hace meses y aun vuelve a mí cada tanto, como sucede con las grandes historias-: le dicen a William Stoner: deseo y aprendizaje. En verdad, eso es todo lo que hay, ¿no crees?
Por supuesto que estoy de acuerdo.