¿Por qué es importante Arsat?
Colocar un satélite en órbita terrestre puede considerarse como una de las acciones más complejas a realizar en términos científico tecnológicos.
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Son muchas las variables a tener en cuenta y, aún así, los riesgos de posibles fallas son grandes. La manera en que se lo hace es realmente asombrosa en función de la energía que necesitan desplegar los cohetes portadores.
Para entender la técnica empleada, pensemos simplemente en el lanzamiento de un objeto. Imaginemos estar en un parque lanzando un trozo de madera a nuestra fiel mascota. Está claro que la trayectoria que realizará el objeto al ser lanzado será la de un arco. Si en el segundo intento aplicamos más fuerza en el lanzamiento, el arco será más extenso y lograremos alcanzar una mayor distancia.
Vayamos un poco más lejos con nuestra imaginación. Estamos en la ciudad de Tandil observando hacia el este.
Poseemos una poderosa máquina lanzadora de objetos la cual ponemos en funcionamiento en esa misma dirección.
De aplicar una fuerza considerable (dependiendo de la capacidad de la máquina) es probable que lleguemos hasta la misma costa de la provincia de Buenos Aires, lindante con el mar argentino. De realizar una seguidilla de lanzamientos cada vez con mayor fuerza, es fácil tomar nota que las diferentes caídas de nuestros objetos ocurrirán en el medio del Océano Atlántico, Sudáfrica, el Océano Índico, o la mismísima Australia.
Continuando con la lógica de nuestro experimento, en algún momento la caída del objeto se producirá en el Océano Pacífico, frente a las costas de Chile. Vale destacar que la caída siempre se produce, obviamente, como consecuencia de la gravedad terrestre. Y es aquí en donde surge una lógica y curiosa inquietud.
¿Qué pasaría si el lanzamiento se realizase aplicando una fuerza más grande que las anteriores? En ese caso, el objeto cruzaría el Atlántico, Sudáfrica, el Indico, Australia, el Pacífico, la Cordillera de los Andes, y para nuestra “sorpresa” (no debería serlo), se dirigirá hacia nosotros proviniendo desde nuestras espaldas, pasaría por sobre nosotros, y continuará con el viaje, repitiendo el movimiento descripto. En ese caso, el objeto está, de alguna manera, cayendo de manera continua sin tocar nunca el suelo.
Pues bien, permítanme contarles que en ese caso el objeto en cuestión se habrá convertido en un satélite de la Tierra. Es importante recalcar que la gravedad terrestre ¡no ha desaparecido! De hecho, justamente por existir es que el objeto va describiendo un arco (una circunferencia) a lo largo de todo el trayecto.
Lo descripto anteriormente es, a groso modo, la manera en que se envían satélites al espacio. Una máquina muy potente denominada cohete, lanza un objeto en determinada dirección (casi siempre hacia el este) de tal manera de lograr que el objeto se encuentre continuamente cayendo hacia la Tierra a causa de su gravedad pero, sin tocar su superficie.
Hay una cuestión clave en toda esta historia y es darse cuenta que la velocidad del objeto no puede ser cualquiera. Si la velocidad fuese “pequeña”, el objeto caería en el Atlántico, o en el Pacífico, dependiendo de aquella. Si fuese más alta que la necesaria para que describa la circunferencia, la velocidad le “ganaría” a la gravedad terrestre y se alejaría para siempre de la Tierra (esto es lo que hicieron los astronautas de las Apollo en sus viajes a la Luna, o lo que hacemos con las sondas espaciales cuando las enviamos a otros planetas). Por lo tanto, para colocar un satélite en órbita se le debe dar la velocidad justa y necesaria. Ni más, ni menos. En función de la altura a la que se encuentren respecto de la Tierra, existen distintos tipos de satélites (y velocidades). Están los de órbita baja y media. Y también están los de órbita geoestacionaria, que son aquellos con órbitas más altas que los dos primeros.
Pensemos entonces en los de órbita baja. Se trata de satélites que recorren los cielos de todo el planeta como consecuencia no sólo del propio movimiento del satélite sino también de la misma rotación terrestre. Combinando ambos movimientos, se observa que el satélite pasa sobre diferentes lugares del planeta. Tengamos en cuenta este concepto y pensemos ahora en las comunicaciones.
En un país como Argentina (es el 8vo. país más extenso del mundo en términos geográficos), comunicar el sur con el norte no es tarea simple. Se necesitan miles de kilómetros de redes, cables, etc., para lograrlo. En la década de 1940, a un escritor inglés (Sir Arthur Clarke) se le ocurrió una brillante idea. La misma consistía en colocar un aparato en el cielo, fijo respecto de una determinada latitud y longitud geográfica, de tal manera que pudiese recibir y transmitir información.
De esta manera, por ejemplo, alguien desde la Antártida Argentina podría enviar una señal al satélite y éste retransmitirla a la provincia de Jujuy, lo que sería una transmisión “vía satélite”, sin cable físico alguno. Así nació el concepto del satélite de comunicaciones, el cual pudo ser implementado décadas después, a partir del inicio de la carrera espacial en 1957. Es innegable, por ejemplo, la importancia para comunicaciones telefónicas. No sería necesario tanto cables como diversas antenas distribuidas a lo largo y ancho de un territorio. Sólo bastaría con un satélite y pequeñas antenas receptoras como las de TV digital.
Para lograr que un satélite se encuentre “fijo” respecto a una determinada región, el mismo debe ubicarse sobre el ecuador terrestre, a una altura de 35.786 km. De esta manera, el satélite tendrá exactamente la misma velocidad (angular) con la que rota la Tierra, y por ende, girará como si estuviera fija a ella.
Si un país coloca un satélite geoestacionario sobre su territorio, tendrá una herramienta “fija” en su cielo, la cual le permitirá conectar todo su territorio sin tendido de cable alguno. Esto ya nos permite apreciar la importancia de los satélites geoestacionarios.
Ahora bien, debido a que estos satélites deben encontrarse sobre el ecuador terrestre, es fácil darse cuenta que todos los satélites de comunicaciones (geoestacionarios) tendrán la misma latitud (0°) pero distinta longitud. Y por supuesto, debido a la importancia estratégica que tienen estos satélites, ¡cada país quiere tener el suyo propio! Es obvio que el espacio físico es finito, es decir, a determinadas longitudes pueden ubicarse determinada cantidad de satélites y no más. Algo así como en un estacionamiento.
Tenemos un número fijo de lugares. Con el fin de lograr un orden y un equilibrio entre las naciones, quien determina los lugares en el espacio (las posiciones orbitales) que le corresponde a cada nación es la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), organismo dependiente de Naciones Unidas.
Si prestamos atención a la figura, podrá apreciarse que sobre el océano pacífico no hay satélites geoestacionarios, mientras que la mayor cantidad de ellos se encuentran en las longitudes correspondientes a Norteamérica (Estados Unidos y Canadá), Europa, Rusia, China y Japón. A nuestro país le han correspondido las posiciones 72° y 81°, ambas oeste, es decir, están ubicadas a esos grados hacia el oeste del meridiano 0° (Greenwich, Inglaterra). Absolutamente nadie en su sano juicio puede dudar de la importancia que conllevan las posiciones geoestacionarias para una nación en términos geopolíticos y económicos.
Por ello es que la UIT reserva las posiciones para cada país durante un tiempo determinado. Cumplido dicho plazo, si esa posición no ha sido ocupada, la misma se la ofrece a otro país que así lo solicite. Y es aquí en donde reside la clave de la importancia de Arsat. A principios de la década de 1990 Argentina estaba a punto de perder ambas posiciones. Por ende, el Gobierno nacional licitó internacionalmente un sistema satelital para que compañías extranjeras administrasen los satélites argentinos. Así nació Nahuelsat, un consorcio con capitales alemanes, franceses e italianos.
En 2004, y debido al incumplimiento con lo acordado, se rescindió el contrato con esta empresa y el Poder Ejecutivo envió al Congreso Nacional un proyecto para crear una empresa nacional que administrase el sistema satelital argentino, en particular, el correspondiente a telecomunicaciones. Así nació Arsat. Tal fue el éxito de la empresa junto a la nave insignia argentina en desarrollo tecnológico (Invap), orgullo de nuestro país, que en menos de una década lograron diseñar, construir y lanzar los dos primeros satélites geoestacionarios argentinos para ocupar las dos posiciones orbitales que nos pertenecen: la 72° oeste con Arsat 1 y la 81° oeste con Arsat 2.
En tiempos en los que se debate sobre el futuro de Arsat, vale destacar lo que significa una posición geoestacionaria. Como puede apreciarse, una posición orbital de este tipo es parte de una nación al igual que un territorio físico sobre la superficie terrestre.
Para un país, defender una posición geoestacionaria es exactamente idéntico a realizarlo con una provincia o una región de frontera. Incluso, si se desea pensarlo en términos estrictamente económicos, es más importante una posición geoestacionaria que el territorio en superficie mismo, ya que al tener un satélite no sólo se puede conectar un país sino además vender un servicio de comunicaciones a otros países que no posean este tipo de satélites.
Por ello es que se habla de soberanía satelital. No es un slogan. Es un concepto técnico-científico-político. Al momento en que Argentina no ocupaba sus posiciones y, posteriormente, estaba por perderlas, Gran Bretaña era el país que estaba por hacerse de las mismas. Defender Arsat es defender nuestro país.
Defender Arsat es tomar conciencia de la importancia que implica contar con un país comunicado en toda su extensión geográfica, sin depender de las políticas de gestión que puedan implementar empresas privadas extranjeras las cuales tienen, y con todo derecho, otros objetivos. Defender Arsat es defender el desarrollo en ciencia y tecnología a fin de, lograr algún día, la nación pujante que tanto anhelamos. Te invito a que te sumes a la defensa de Arsat.
(*) Director de Gestión Planetario Ciudad de La Plata
Licenciado en economía de la Universidad de Buenos Aires y Doctor en Economía (Ph.D.) por la Universidad de Michigan (EE.UU.). Director del Instituto de Economía de la Unicen. Profesor full-time en la UTDT y director del Centro de Investigación en Finanzas (CIF) - UTDT.
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