Familia, motor de sentido y creación de valor
Históricamente y aún hoy, las personas encontramos en la familia un motor de sentido potente. Tanto que no dudaríamos en afirmar que el por qué y el para qué de nuestros actos y de las decisiones que a diario tomamos recaen sobre ella, asumiéndola como núcleo básico de nuestra existencia.
Recibí las noticias en tu email
El Día Internacional de las Familias 2019 propone aumentar la conciencia sobre el rol central que el sistema familiar tiene en la ecología humana y social, en el marco del cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU. En particular del número 16, que impulsa la promoción de sociedades pacíficas e inclusivas mediante la creación de instituciones eficaces y responsables en todos los niveles.
Pues bien, a nivel micro, en el espacio íntimo y primario de los seres humanos, encontramos familias. Diferentes todas, singulares en su forma, hábitos, dinámicas y procesos. Pero similares en sus factores de cohesión: genealogía común, biografía compartida y legado afectivo. Permanencia, intensidad emocional y profundidad vincular. Coexistencia genérica y generacional. Diversidad e inclusión. Las familias reales exudan humanidad y vitalidad, poniendo en entredicho ciertas tesis que las sitúan en puntos críticos de su evolución o, incluso, en agonías irreversibles. Es claro que las estructuras, los roles y las funciones dentro del sistema han registrado modificaciones con el correr de los años, pero lo es también que su esencia conecta con nuestra índole de seres personales definidos siempre en correspondencia con otros. Porque ser humano es ser con otros: es ser en relación. Y ese ser con otros es, en primera instancia, ser familia. Aún en las circunstancias más adversas o en situaciones que desafían nuestra propia condición.
Lo cierto es que no tendremos sociedades pacíficas e inclusivas sin familias que vivan y asuman la paz y la inclusión como valores permanentes y expandan su influencia hacia el entorno comunitario más amplio. El camino se allana ante la evidencia de que las familias son conjuntos inclusivos por excelencia: en ellas somos recibidos y aceptados por el solo hecho de ser, sin exigencias, requisitos ni orden de mérito de ningún tipo. Esa inclusión genuina se ejercita a través de acciones fusionadas en una praxis convivencial formativa, que depara aprendizajes profundos para la vida.
De lo anterior se desprende que la peor forma de exclusión social, la más trágica -porque sus efectos pueden mitigarse, pero no revertirse- es el debilitamiento de los lazos familiares. Por eso las acciones de las organizaciones, en todos los niveles de influencia, deberían encaminarse al fortalecimiento de las familias como ámbito inclusivo primario. Y la paz precede a la inclusión, porque el conflicto necesariamente desintegra y fragmenta.
En suma, sabemos que el desarrollo siempre y solo será ecológico, y que la familia compone la instancia básica del ecosistema humano. Sin experiencia de familia somos sujetos de exclusión social lisa y llana, y el estado de vulnerabilidad de las personas traba una fuerte relación con esta cuestión, aumentando de forma exponencial en ausencia de un microentorno saludable. De ahí que, si pensamos la familia como fuente de sentido en la vida, no tenerla o perderla configura la exclusión social más penosa y acuciante.
Este debe inspirarnos en el trabajo por la mejora de las condiciones de nuestros sistemas comunitarios primarios, empoderándolos en su ser y misión. Atender esta premisa es colocar a las familias en el centro de la escena, reconociéndolas como creadoras de valor en todos los ámbitos de la sociedad. De esto depende, no ya el futuro, sino el presente de todo desarrollo humano posible.
(*) Directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral.