TRAS QATAR 2022
Messi, en las plumas locales
De pocas personas se habrá dicho y escrito tanto como de Lionel Messi. Aún con ese condicionante, este Diario contactó a autores locales para que describan lo que se les ocurra en referencia al capitán del seleccionado argentino de fútbol.
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En esta primera entrega, los textos de Miguel Redelico, Mili Machado y Julio Varela.
La servilleta, la Copa y el Camino del Héroe
(por Miguel Redelico)
Tenía un no sé qué el pibe. Pero un no sé qué de ruido, de algo suelto. Es así. Algo que no cerraba. Quizás fuera eso de que nunca jugó en un torneo profesional argentino. Ni siquiera en esas pintorescas y grotescas canchas del ascenso, con la raya de cal despareja, el camino polvoriento (una zanja casi) a la par por donde corre el juez de línea, y ahí nomás, al alcance del escupitajo de los de afuera, el alambrado.
No, claro, qué iba a jugar acá si él se fue de chiquito. Qué importa si uno de los grandes del interior, justo el club de sus amores, no le costeó el tratamiento para su problema hormonal ni tampoco le cedió el pase para que jugara en uno de los grandes nacionales, club que parece ser que sí se iba a hacer cargo del asunto. No importa. La suya fue una más de las familias que emigraron en una de tantas oleadas argentinas de exportación. ¿Y a dónde? A Europa. Qué importa si se fue la familia entera por la economía o buscando una solución. Se fueron. Listo. Otros expatriados más. ¿El destino? Sí, ya lo sabemos todos. Barcelona.
La leyenda fue repetida por todos los periodistas deportivos alguna vez en la vida, la del supuesto contrato firmado por su padre en una servilleta, ligándolo al club catalán (¿es que no había una mísera hoja en blanco en todo el bar?). Porque necesitamos orígenes mitológicos para nuestros héroes. Y como no teníamos el clubcito del pago chico, el alambrado pegado a la línea de cal y el estofado de la abuela antes de cada partido para que el pibe no pasara hambre, entonces nos contentamos con la leyenda del contrato en la servilleta. Después vino el costoso tratamiento hormonal y el chiquilín que conserva una estatura bajita pero ya no está tan lejos de sus compañeros y rivales. Lejos en altura digo, en la cancha está a años luz aún siendo un pibe. El argentinito se convierte en una promesa de las categorías infantiles y debuta en Primera en forma oficial con 17 años. Todos se maravillan con lo que ven. Los hinchas, los compañeros, los entrenadores rivales.
A veces hace falta recordar que no existían los teléfonos inteligentes, que lo que se viralizaba en esa época eran cadenas de Power Point con fotos o dibujos de paisajes, de cascadas, de hadas, de cualquier cosa, que llegaban e inundaban las casillas de mail que abríamos en locutorios, y que las noticias eran menos inmediatas que ahora.
Quizás por eso no muchos habían escuchado hablar de la Pulga rosarina, y durante dos años fue tentado para nacionalizarse español y jugar en esa selección. Lionel se negó. Quería jugar para ese país del que se había ido porque el tratamiento de salud era prohibitivo, donde le habían visto condiciones pero nadie lo había ayudado económicamente. Ese país lejano donde hablaban como él. En el que nació en un aniversario de la muerte de Gardel. Ese país es su país.
Dos años esperó el llamado para un seleccionado juvenil argentino. Finalmente, de apuro, se armó un amistoso contra la selección sub-algo de Paraguay en el estadio (guiño guiño) “Diego Armando Maradona”. Ya está, ya le habíamos puesto a fuego el sello de la AFA. No sea cosa que nos roben al pibe todavía.
Su debut en la selección mayor no podía resultar más espantoso. Fue un 17 de agosto, otra fecha patria. Entró en un partido contra Hungría, en remplazo de Licha López, y al cabo de un minuto y unos manotazos con un húngaro sin nombre que pasará a la posteridad por ese papel de reparto en la historia de la Pulga, se fue expulsado. De nada sirvió el reclamo airado de Lionel Scaloni (en ese entonces jugador, obviamente) al árbitro. “No me van a llamar más”, se lamentó el pibe llorando. ¿Se imaginan?
Lionel comenzó a acumular partido tras partido y gol tras gol en su club. En los seleccionados juveniles argentinos también. De a poquito comenzó a aparecer entre los jugadores titulares de la mayor. Cuando Argentina quedó eliminada frente a Alemania, en el primer Mundial de la Pulga (2006), entró el Jardinero Cruz a cabecear centros que nadie tiró y Messi observó como un adolescente frustrado su primera eliminación mundialista desde el banco de suplentes.
Lo que sigue es una historia vertiginosa, porque durante años el Barcelona jugaba en cuanta competición clasificaba, ganaba, goleaba y la Pulga seguía amontonando goles y partidos como para entrar en el libro Guiness. Pero en la selección algo no nos cerraba. No sabemos bien qué. Quizás era el flequillo. En una de esas era porque no decía mucho. O tal vez fuera que no metía tantos goles como en Europa. Los tiro libres que pegaban en la barrera. Las gambetas que terminaban en un lateral. No sé. Algo.
La selección siempre se vestía de candidata a ganar lo que jugara. Un Mundial. Una Copa América. Y quedaba en eso, en el mote de candidato. “Este pibe es raro, ni habla”. “Maradona la rompía allá, y la rompía acá”. “Lo que pasa es que este chico es europeo”. “Es que nunca pasó hambre”. “Claro, allá te marcan livianito, quisiera ver si te marca todas las semanas el 3 de Flandria o el central de Deportivo Morón, a ver si podés tirar un caño y pasar lo más campante”.
No sabemos cuánto escuchaba o leía la Pulga de esto. No sabemos si Antonela, la amiga-novia-luego-esposa de siempre, la que nunca tuvo un exabrupto ni armó escandaletes, le arrancaba las páginas del diario que no le eran amables. Ignoramos si Messi tecleaba su nombre en Google y buscaba lo que se escribía sobre él. Desconocemos si se ponía sombrero y bigotes falsos para sentarse en un bar a escucharnos hablar.
Pudo ganar un Mundial en el 2014. Pudo ganar dos Copas América. Se perdió todo agónicamente. “Lo que pasa es que ni el himno canta”. “Es que él no se siente argentino, lo presionaron pero hubiera querido jugar para España”. En algún momento dijo basta para mí. Ya no juego más. Y renunció. Aparecieron cartas anónimas, mensajes viralizados por redes sociales (ya sí existían). Y entonces, tras unos meses de silencio y de dejarlo en paz, confirmó que no se iba, que quería seguir jugando con la selección. De tozudo nomás.
En realidad, Messi no estaba pasando una crisis deportiva. Era la crisis de los treinta. La que pasamos todos los tipos cuando se nos empiezan a amontonar más preguntas que respuestas en la cabezota. La crisis de las cosas que (sí, a veces a él también le pasa) salen mal y no entendés por qué. Empezás a tener problemas en el laburo. Ya no estás a gusto. Discutís con algún jefe. Ya no sos un nene y ahora tenés hijos. Quévachaché. Es la vida misma.
Una crisis. Una noche larga. Y siempre la duda: “No parece argentino”. No es como nosotros. Toma mate, sí. Le gusta el dulce de leche, también. No tiene acento español ni catalán. Pero no sé, che, algo no cierra.
Y la Selección Argentina debió tocar fondo de la mano del peor entrenador que vimos en el puesto desde la Revolución de Mayo hasta el Día Después de Mañana, para que de una buena vez se pateara todo el tablero, se acomodaran las barajas de nuevo y se volviera a repartir. Aquel que le imploró al árbitro que no lo expulsara en su primer partido en la selección “porque es un pibe y está debutando”, ahora era el sorpresivo nuevo entrenador del combinado nacional. Aparecieron nuevos nombres para rodearlo. Hambre pero de gloria. Y aquellos que habían crecido admirando a ese pibe, ahora jugaban junto a este hombre. La Copa América en el Maracaná, en medio de la pandemia, fue el aperitivo. La primera espina que se sacó.
La mística estaba preparando una historia más de las Mil y Una Noches en Medio Oriente. Una sorpresiva derrota en el debut del que quizás haya sido su último Mundial nos llenó de dudas. ¿Habrá dudado él? Dicen que no. Acaso fuera su última oportunidad para conquistar el título que más quería, con la camiseta que más quiere. Los que lo rodearon deseaban más esa copa para él que por ellos mismos. Cuando el egoísmo desaparece, nacen los grandes equipos.
El desenlace es Historia. Es Historia reciente y no necesita ser contada. No hoy al menos. Porque todos la vivimos. Se acabó la sombra. Se acabó la comparación. No hay espacio para la duda. Hemos sido testigos de la Historia. Es un privilegio. Ya es de los nuestros. Es argentino. Nadie duda. ¿Es la Copa eso que le faltaba? No. ¿Es haber roto tantos récords que ni se pueden enumerar? Ni siquiera. ¿Es haber metido goles en todos los partidos de eliminación directa en el Qatar? Tampoco.
El Camino del Héroe requiere un instante de incertidumbre. Es la duda de los demás. No dejarse vencer por la inquietud de nosotros, los incrédulos, es lo que engrandece el desenlace. No lo sabíamos y estábamos entrando en la Historia. En la suya. En la de todos.
Mencionen un objetivo, que seguro ya lo alcanzó, lo superó y lo hizo añicos. Convirtió tantos goles en su vida que cada programa de televisión que quiere reunirlos uno tras otro se extiende por horas. Ni siquiera pierden tiempo en la repetición. No pueden hacerlo. Solo muestran el tiro del final. Como si fuera la saga completa del Señor de los Anillos, pero con goles suyos. Lo que busca al final no es un anillo. Es una copa.
El hombre ha salido Campeón del Mundo. Está sentado en el campo. Tiene un Jesús inmenso tatuado en el brazo. La mirada de amor y la corona de espinas. Le saca fotos a su esposa que tiene el trofeo que todos hemos querido tocar alguna vez (¡él a ella!). Sonríe. Es feliz.
Y es entonces que todos descubrimos qué es lo que creíamos que le faltaba cuando vemos por enésima vez el video o la frase en una remera, diciéndole con acento argentino a alguno de esos matungos anaranjados, bravucones que quisieron desviarlo de su sendero, el Camino del Héroe que estaba destinado a transitar mientras los demás dudábamos, que no tiene nada que mirar, que es un bobo, y que vaya pallá.
El Lío
(por Mili Machado)
Hay vocaciones propias que marcan la vida. Así fueron las que sintieron mi papá y mi abuelo por el fútbol.
Una pasión que entró por mis venas desde que tengo memoria. Después, mi marido la preservó y la legó a mis hijos.
Desde niña escucho y veo fútbol. Si bien no con la misma intensidad que ellos, he aprendido a convivir con esas inmensas penas y alegrías, con las voces de los relatores, de los comentaristas, los nombres de jugadores o las eternas discusiones de jugadas, penales, orsais.
No recuerdo cuando comencé a escuchar el apellido Messi. Tampoco cuándo fue la primera vez que lo vi y, la verdad, apenas lo registré.
Si sé que al ir transcurriendo los años ese nombre y ese rostro, fueron parte de la magia inexplicable (como toda magia, claro) que hace que un hombre se haga dueño de una cancha de fútbol.
Comencé a mirarlo más y más y, lo supe.
Comprendí que no es sólo el atleta, el jugador, el pibe sufrido, el que se llevó el Barca.
Es Lío. El elegido.
El que vuela un centímetro sobre encima del césped, empujando la pelota, como si la tuviera imantada a su pie.
Es el que mantiene su rostro y su voz calma de “yo no fui”, a pesar de que el mundo lo alza, lo idolatra, lo hace propio y, junto a su nombre, resuenan cifras absurdas que de tan altas parecieran no existir.
No habrá otro igual en el espacio de luz que dejaron en mi alma estos días felices. Él se instaló definitivamente en mi vida a través de mis hombres, que jamás me hubieran permitido correrlo.
Hace un mes que me habita, anida mi casa, mi alma y la de mis fervorosos muchachos desde la página central del diario, en el centro de la tele, en el celu, en las conversaciones escuchadas, brotando su nombre desde corazón de cada uno de los que vibramos con este hechizo.
Y desafiando a mi propia decisión de no permitir que el Mundial me alterara los nervios, que apretara mi pecho o me quitara el sueño, me hice la que no me importaba.
Sin embargo, a escondidas y en silencio, lo espié.
Espié sus ojos, su sonrisa discreta, me sorprendí con su explosión del instantáneamente famoso “andápallá”, y no pude.
No pude escapar de su magnetismo, de sus palabras, de sus pasos.
Entonces, quise pelear a los que lo criticaban, deseé ser referí y sacarle tarjeta roja a los que lo tocaban, ser milagrosamente fuerte para correr el arco cada vez que pateaba hacia él, cuando la pelota tenía el atrevimiento de no obedecer su zurda.
Y llegó la final.
Dejé de tratar de escapar de esta conmoción que me apretaba el alma y me dejé poseer por los impulsos, me negué a cocinar, a pensar, a escribir, a leer.
Mientras transitaba las lentas horas antes de la transmisión, rodeada de los rostros de mi familia, tan emocionados como el mío, rebalsados de ansiedad, sentí miedo de que la expectativa fuera demasiada.
El Lío es humano -me dije- aunque no lo parezca, y podría estar asustado, o cansado, o con dolor de panza o, en la peor de mis pesadillas, haber perdido la magia.
O quizá esta agitación desbordada me hubiera despojado de la intensidad de este amor inexplicable que fue naciéndome de a poco, cuando comencé a no perderlo de vista por ese hechizo futbolero que me hizo amarlo.
Hasta pensé, ese domingo al mediodía, si no sería mejor escapar, cuando todavía estaba a tiempo. No arriesgarme a sufrir, a romper el hechizo que me mantenía enredada en sueños, corridas, tarjetas amarillas y rojas, y de ese montón de camisetas azules que me aterrorizaban.
Adentro de casa, el aire era diferente. Estaba cargado, espeso, podía tocarse.
Y, entre gritos, terrores, alegrías y mucho amor, Lío entró a su escenario con su magia intacta y el 10 en su espalda.
El celeste y blanco de la camiseta de Messi fueron los más celestes y blancos de todos los que vi en mi vida.
Y, escapando de las zozobras de los 120 minutos emocionantes y sufridos, entre lágrimas lo vi levantar la copa, más dorada que el mismo sol, al compás de los gritos desmesurados de amor que lo inundaban, y me pregunté qué haría él con eso.
¿Cómo podrá vivir como un mortal común con esa carga?
Las voces extasiadas de miles de nosotros, continuaban resonando en ese país extraño, y él, abrazado a sus compañeros, al técnico, a la cocinera del plantel, a sus niños, a Antonella, a la copa, sonreía.
Me levanté de la silla casi flotando, y nos abrazamos en la cocina de casa con mi familia con una alegría tan pura, tan genuina, tan lejos de cualquier egoísmo.
Es Lío. Es nuestro. El padre, el hijo, el hermano de cada uno de nosotros que lloramos sin pudor con su felicidad.
Porque nos merecíamos esa felicidad.
Messi se la merecía.
Qué pena que mi abuelo y mi papá no lo conocieran y estuvieran aquí para verlo…
¡Bah! Quien sabe, ¿no? Se trata de Messi, y todos sabemos que el Lío hace maravillas.
A propósito de Superman
(por Julio Varela)
Todos tenemos recuerdos de nuestra niñez. Algunos por el dolor, otros por la felicidad, todos por la inocencia. A uno de estos últimos me voy a referir. Cuando era muy muy chico soñaba con ser Superman. Leía muchas historietas y no pude sustraerme al hechizo de ese hombre de capa roja. Soñaba que al día siguiente me levantaba e iba a poder salir volando rumbo a la escuela ante el asombro de mis compañeros y la maestra. Pero me despertaba y no podía volar ni doblar siquiera un escarbadiente. En mi juventud empecé a tropezarme con diversas lecturas y una de ellas -Cómo leer al Pato Donald- decía que Superman formaba parte de la colonización cultural y que los héroes de historieta eran una estrategia de los países dominantes. La oleada setentista, en paralelo, nos traía otra frase memorable para rebatir tanto individualismo exacerbado encarnado en los supermanes: nadie se realiza solo, nos realizamos en comunidad. La idea de comunidad es la que me acompaña hasta el presente.
Un debate familiar abrió mi mundo de contradicciones:
-¿A qué atribuís tanta euforia?
Esa fue la pregunta detonante. Y las respuestas giraron en torno a dos fundamentales: la necesidad de una alegría generalizada y el enamoramiento paulatino de una selección y un entrenador tan criticado al principio como Bilardo en el '86. Yo agregué una respuesta que fue impensada.
-Por Messi- dije.
-Pero si vos siempre estás jodiendo con la construcción colectiva y estás en contra del individualismo, etc., etc.- me tiraron encima esa y otras granadas.
-La gente quería verlo a Messi campeón del mundo, por eso tanta alegría- sostuve pensando en mis propias contradicciones, pero convencido de lo que decía. Y estalló la bomba.
-Como Diego, entró al olimpo de los dioses- dije como si estuviera blasfemando al verdadero Dios, si es que lo hay, y a todos los espíritus y los santos.
Tomé coraje y expliqué mi convicción:
-El fútbol es una religión y llamarle dios a un jugador de fútbol es una manera de decirle al único Dios o Alá o a cualquier dios de cualquier religión “mira Dios mío eres tan grande, que aquí en la tierra invocamos un dios terrenal, es nuestro mejor tributo”.
Obvio que no convencí a nadie. Pero como buen feligrés, aquí en la tierra soy fiel a una de mis religiones y sus dioses, el fútbol. Con el cielo no me meto.
Me hubiese gustado en esta gentil invitación de El Eco, hablar exclusivamente de fútbol, intentar una breve explicación de porqué Messi camina en la cancha y sin embargo está en todos lados (la deidad por excelencia, je) o cómo hace el no look en todo momento y todo el campo. Pero como esta fiesta la vivieron hasta los antifútbol, prefiero irme por las ramas y en particular porque vi, como decía al principio, que nadie se realiza solo sino en comunidad. No hay nada más bello que hacer feliz a la gente y esto me hizo pensar en Messi más que en sus jugadas, como revolviendo el recuerdo de esa crónica inolvidable que es Ayer vi Ganar a los Argentinos, de Roberto Arlt y que encontré su estampa en Tandil al ver empleadas de un comercio envueltas en banderas argentinas antes de la semifinal, con más confianza que la mía. ¿Cómo era posible quedarse afuera de esta fiesta? José Mourinho dijo una vez que la inmensa mayoría de las personas de este planeta, lamentablemente, pasa por la vida sin generar hechos extraordinarios, pero que el fútbol y sus dioses se encargaban de incorporarlos a la mesa de los distintos. Messi me ha invitado a su mesa, ha reflotado mi idea de comunidad más que nunca y ha permitido que, el 19 de diciembre de 2022, pudiera este humilde ex periodista cumplir el sueño del pibe: me desperté, era Superman y estaba volando.