Joaquín Areta y la aventura de escribir “Enjambre”, una novela atravesada por la tensión y el paisaje en diálogo con la historia
El autor es psicólogo y nació en Neuquén, pero desde hace varios años reside en Tandil, donde volvió a reconectarse con la escritura, una pulsión que lo acompaña de manera irrenunciable. "Enjambre" es su primera novela y fue publicada a comienzos de año por la reconocida editorial Adriana Hidalgo. Tres historias que se entrecruzan en la Patagonia, bajo la sensación permanente del peligro inminente y enlazadas con momentos de la historia argentina teñidos por la violencia institucional, toman forma en una narración guiada por el oficio preciso de Areta.
Una línea de hormigas que avanzan a paso redoblado conducen, en parte, hacia un universo de intriga y tensión narrativa que entrecruza tres historias que suceden en el escenario de la ciudad de Neuquén: “…jamás en los quince años que lleva viviendo en esa casa ha sucedido que una hilera de hormigas se instalara con tanta decisión en un recorrido así y que no lleve, aparentemente, a ningún pedazo de comida en concreto”.
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De esta materia prima está hecha “Enjambre” (Adriana Hidalgo), la primera novela de Joaquín Areta, neuquino de nacimiento y tandilense por adopción, en la que se imbrican las vidas de personajes adultos como Carlos e Iñigo, con la de Bairon, un niño que vive en un barrio marginal, vende tortas fritas y se dedica a observar a los ciclistas que pasan por la ruta.
Areta trabaja haciendo psicología clínica y en el ámbito carcelario, pero la escritura es su modo de estar en el mundo, de aprehenderlo y contarlo. Antes publicó dos libros infantiles: “La tarea imposible de Víctor” (2013) y “La babirusa atómica” (2017).
En diálogo con El Eco de Tandil, relató cómo fue el proceso de escritura de la novela y dio detalles de la narrativa que supo construir para reflejar un mundo donde la hostilidad del paisaje y los contextos históricos, aparecen entramados para dar lugar a historias atravesadas por la violencia y la soledad.
-¿De dónde viene su vínculo con la literatura?
-Es un vínculo relativamente tardío en comparación a otras personas que están ligadas al ambiente, porque muchos son lectores precoces y a mí de más chico me interesaban otras cosas. Cuando me fui a La Plata a estudiar empecé a escribir poesías, pensamientos, pseudocuentos y de alguna manera comencé a construir la idea de querer expresar algo por escrito. A pensar en el contenido y la forma que se utiliza para decir lo que uno quiere. Hice un recorrido con un escritor de allá y cuando nació mi primer hijo, en 2006, dejé de escribir.
Me volví a conectar con la literatura cuando me vine a vivir a Tandil, aunque siempre seguí leyendo. Arranqué el taller con Patricia Ratto y me conecté fuertemente de nuevo con la idea de contar historias.
El proceso de “La babirusa atómica” fue un impulso también; tenía muchos cuentos escritos y ese fue el que más la interesó a la editorial en ese momento. Esto hizo de feedback, hay algo ahí que genera un estímulo extra, además de mi pulsión por escribir, que de alguna manera ya estaba. Al día de hoy trato de dedicarme lo más que puedo. “Enjambre” no es una escritura aislada, tengo muchos cuentos inéditos producto de varios años de trabajo y estoy con otras cosas además.
-¿Como fue el proceso de escribir “Enjambre” y cuál fue el germen de la historia?
– Me llevó dos años escribir la novela y el germen fue un cuento que había escrito en el que había unos chicos en una peluquería, y el protagonista tenía un flashback en el que recordaba la historia con su papá, la separación de sus padres y cómo era la vida con ese padre al que iba a visitar y tenían una relación de acercamiento y distancia.
Lo cerré como cuento pero no me cerró a mí del todo, porque me parecía que podía ser una voz narrativa dentro de una novela. No había encarado nunca una novela y lo que implicaba el desarrollo de los personajes y la historia a ese nivel. A partir de ahí desarrollé los personajes. El protagonista, Iñigo, que tiene la historia más larga de las tres que se entrecruzan Está el hombre mayor, Carlos, que vive con su mamá, Sara, una mujer muy mayor, y es el que tiene el conflicto con las hormigas. Y aparece Bairon, este chico que vive en el barrio Sapere de la ciudad de Neuquén y observa a los ciclistas que pasan por la ruta.
Todos los personajes están atravesados por un momento de la historia argentina, como si los condicionara en sus decisiones y pensamientos: la dictadura del año 55 (el derrocamiento de Perón en mano de la autodenominada Revolución Libertadora), la campaña del desierto con el arrasamiento de los pueblos originarios, y la dictadura del 76.
Busqué que la historia que tenga un cierto nivel de tensión narrativa flotando en el aire. Eso se expresa en la descripción de algunos paisajes, no es una novela pintoresca ni costumbrista. Neuquén es el espacio donde transcurren las historias, no es autobiográfico pero sí hay elementos de esa índole. Es absurdo pensar una literatura desprendida de la vida propia, lo cual no quiere decir que los personajes que se parecen a uno sea uno mismo. Hay elementos de mi paisaje interior, de cómo yo tengo asimilada mi historia dentro de la ciudad, pero también me pareció un lugar que podía disparar muchos sentidos para motorizar la escritura y que podían ser interesantes para la historia en sí misma.
-Eligió momentos históricos atravesados por la violencia…
Si, es una lectura posible, hay un atravesamiento de la violencia silenciosa, no aparece de manera explícita salvo algunas situaciones puntuales de más acción, pero en general lo que está instalado es la violencia simbólica o naturalizada.
-La presencia de las hormigas remite al final de Cien años de soledad, ¿lo pensó desde ese lugar, hubo alguna referencia narrativa?
-No lo tuve en cuenta. También me han preguntado por un cuento que se llama “Los venenos”, de Julio Cortázar, que me lo puse a releer. Tampoco utilicé como referencia “La hormiga argentina”, de Italo Calvino, que es un cuento que conocí después y del que me sorprendió muchísimo una cuestión minuciosa que el autor explota, de observaciones y descripciones. Pero habla de otro drama.
-¿Cómo llega un autor del interior a ser publicado por una editorial de prestigio y alcance como Adriana Hidalgo?
-Me llamo la atención la velocidad del proceso final, porque los de escritura y corrección son lentos, pero es más fácil publicar una novela por el tipo de lectores que hay en el país. En general supongo que se llega a partir de alguna sugerencia de alguien que tiene contacto con el editor y le genera confianza. En este caso fue Patricia Ratto (escritora tandilense que publica en la mencionada casa editorial), a ella le gustó mucho e hizo el contacto con Fabián Lebenglik, el editor responsable, para que aunque sea aceptara leerla. Lo hizo y a fines de octubre del año pasado me mandó un mensaje diciendo que le había gustado y una semana después me dijo que la iban a publicar. Salió en marzo, así que fue un proceso aceleradísimo
La primera sorpresa fue que le gustara a Patricia, ese fue un filtro grueso para mí muy importante, y además que a ella se le ocurriera que la leyera Fabián, quiere decir que encontró algo que ameritó dársela a conocer al editor, a alguien con una gran trayectoria que es el encargado de elegir los textos que salen en la editorial. Uno redimensiona el valor de lo que hace cuando tiene la mirada de los otros, eso es inevitable. Hay miradas de algunos otros, en particular, que generan un retorno y uno pude pensar que algo está medianamente bien hecho.
-¿Qué valor narrativo cree que tiene la novela?
-Para mí el punto fuerte es la tensión permanente que genera el drama de los personajes. Parece que no pasa nada pero siempre algo sucede en el fondo. La historia arranca con Carlos y su madre, que se viene abajo, y esas hormigas que dan vueltas, hay siempre algo enrarecido en el ambiente y elementos que producen intriga, aunque no es un thriller. Los espacios físico ayudan a generar esa tensión, a crear la inminencia del peligro. Hasta en situaciones donde parece que pasa poco, hay algo en el aire que anticipa la calamidad, lo insondable.
Vivir para contarlo
En un fragmento del texto, aparece el “misterio” de un cuadrado de pasto de tierra yerma, incapaz de albergar algún brote de vida. Una de las muchas tensiones que se diseminan a lo largo de la narración.
“El pasto no crece. Carlos riega con lluvia uniforme el rectángulo de tierra reseca, se acerca a un paso y afloja el chorro para que remoje y embeba, para que inunde y transforme en ciénaga transitoria esa figura geométrica. Quiere ablandarla y expandirla hacia los costados, que abandone los cantos rectos que ha fabricado con el filo de la pala; la vieja manía del ingeniero que no respeta las formas orgánicas e intenta negar la biología. Lo logra. Ahora no presiona más la punta de la manguera, sólo la deja colgar de sus manos acercando el chorro a centímetros del suelo. Lo pasea con un movimiento pendular, suave, y busca que los bordes de agua ganen terreno, deformen la rigidez, penetren en los pastos vivos que escoltan ese perímetro desértico.”
Joaquín sigue escribiendo y lo seguirá haciendo porque la pulsión es tan fuerte que no se puede desoír ese llamado. Mientras tanto, las hormigas continúan su viaje y quizás el pasto empiece a crecer de tanto regarlo.